Era una mañana borrascosa.
El cielo se hallaba envuelto
por sombras fantasmales
que me aterrorizaban,
como si me cercaran
ahogándome con sus brazos
tentadores e invisibles.
Me dejé caer en el lecho
extenuada, abatida.
Comenzaba a amanecer,
eso me reanimó.
Sequé mis lágrimas
con brusquedad, con desdén
y me apoyé en el alféizar
de la coqueta ventana.
Un coche se detuvo ante mi umbral.
Un hombre descendió
envuelto en su gabán gris.
De pronto, sus pasos me inquietaron
y un grito de sorpresa
brotó de lo más recóndito y oculto de mi alma.
Nerviosa, me cubrí con el abrigo
y salí a su encuentro presurosa.
¡Eras tú! ¡Tú que volvías
porque aún me amabas!
Las sombras se alejaron.
Un arco iris de esperanza
comenzó a surcar
el espacioso ámbito del cielo.
En tanto yo te miraba venciendo mi timidez
por la emoción casi febril
de aquel sublime momento.