¡Cuánto has sufrido,
madrecita!
¡Cuántos dolores
han lacerado
tu dulce faz!
Qué de sudores
han resbalado
por tus sienes
plateadas,
sellando
tus labios
de corales
con un ¡ay! de dolor.
Eres ejemplar
como cristiana.
Como madre
eres sencilla.
¡Eres buena!
Digna de respeto,
de alabanza
y de amor.
¡Cuántas veces
tus ojos han llorado
por los hijos
que el Señor
te concedió!
Y esas lágrimas,
rocío matutino,
por tu cara de rosa
resbaló,
semejándote
a la Madre
que un día
también lloró
arrodillada a los pies
de su Hijo, el Redentor.
Muy pronto,
al hogar retornarás
y esta nieta que te adora
a tus pies se postrará
rogándote que la quieras
cada día un poco más.